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El que no sabe estar callado

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Hay muchos juegos, y creo que también muchos ámbitos en la vida, en que es importante saber estar callado. Mejor dicho, es importante hablar, pero en el momento oportuno. Un momento antes, y tu “brillante” frase se convierte en una memez. Un momento después, y queda totalmente sin efecto. Es importante usar las palabras adecuadas, pero es aún más importante decirlas cuando toca.

En los juegos, esta ansiedad te puede conducir a revelar tu estrategia antes de lo que corresponde. En muchas partidas, un buen jugón tiene que aplicar la táctica del búho: observar discretamente, atacar sutilmente. Cuántas veces no se ha echado a perder una buena estrategia por culpa de querer ansiosamente revelarla, para que los demás comprueben cuán inteligentes somos. Y nos vamos de la mesa con el rabo entre las piernas. Por impacientes.

Hay personas que sufrimos incontinencia verbal galopante. Yo soy consciente de ello. De pequeño, según me cuentan, incluso cuando lograba callarme necesitaba hacerlo notar. El mundo 2.0, 3.0 o como diablos tenga que llamarse es una porquería y una arma letal para los que toda la vida hemos sido unos bocazas. Es el proverbial elefante en la cristalería. Nos pone al alcance un megáfono cuando, para nuestra personalidad, sería mucho más conveniente una mordaza. Eleva nuestro “bocazacismo” a la categoría de úlcera en erupción permanente (y a la de grano en el culo para los pobres lectores que tienen que aguantarlo).

Es tan sumamente fácil darle al “responder”, meter una bobada en el “comentar”, escribir una chorrada en el “contestar” o hacerse el ingenioso en el “estado” que resulta prácticamente imposible resistir la tentación. El teclado, enemigo disfrazado de aliado, te persigue por tus fantasías como si fuera una sacerdotisa desnuda en celo permanente. Te persigue en casa, en la oficina, en casa de tus amigos… y ahora también, por si todo lo anterior no era suficiente, en el bolsillo, pegado a la pierna como una sanguijuela. No vaya a ser que te de un ataque de ingenio en medio de un viaje de metro y te quedes sin poder exhibirlo. Sientes que tienes que comentarlo todo: la humanidad no puede seguir adelante sin tus imprescindibles aportaciones.

En cualquier foro, muro, grupo, red social, etc. es muy fácil encontrar comentarios provocadores, y uno, besugo redomado que es, responde con más provocaciones. Lo cual acaba llevando, la mayor parte de las veces, a una colección de sinsentidos que al final no sabe ni cómo empezó. Llámese ego, llámese orgullo, llámese simple curiosidad para saber qué pasará, pero siempre aparece la puñetera voz interior (que, de tener que localizarla físicamente estaría, a bien seguro, en el cerebro reptiliano) que te insta a continuar con la discusión. “Respóndeles”, te dice, “ellos verán que estás cargado de razones, se iluminarán y además te darán las gracias por haberles iluminado”. Los demás no solamente no se iluminan, sino que además, acaban tomando al interlocutor por gilipollas. Y hacen buena la coletilla esa de que quien siempre quiere tener la razón acaba quedándose a solas con ella.

Los teclados me han conducido, al menos a mí, a una verborrea que no se cura ni con tres raciones de arroz hervido al día (con manzana harinosa de postre). Muchas veces escribo en un foro, en un móvil o en una red social y ni yo mismo comprendo por qué lo he hecho. Hace poco hice el ejercicio de mirar mensajes míos “antiguos” (antiguos quiere decir que tienen ocho o nueve meses), y la mayoría me parecían estúpidos, sobrantes, irrelevantes y, en el mejor de los casos, graciosillos.

Así, se alcanza la conclusión de que escribir sólo para ver quién y qué te responde es una droga de la que hay que quitarse, porque si no, llega un momento en que el orgullo se envenena. Ya no es que haya que pensar antes de darle al botón de contestar. Es que, directamente, sería bueno olvidar que existe. Aunque sea para demostrarnos a nosotros mismos que podemos estar callados cinco minutos.

El que no sabe perder

Como el lector asiduo habrá podido leer en alguna ocasión en la cabecera de este modesto blog, ganar nos gusta a todos. Pero hay una verdad aún más palmaria detrás de esta afirmación: todo el mundo odia perder.

Hace unos años, cuando un servidor rondaba la dura edad de 14 años, fui testigo de una historia que todos hemos presenciado en nuestra vida de una forma u otra: dos chicos que se peleaban por una chica. Ciertamente, tenían sus razones. Ella era guapa, divertida e inteligente (todo lo inteligente que se puede ser con 14 años).

Los dos contendientes competían fieramente por la victoria, cada uno con sus armas. Uno empleaba más bien la fuerza bruta: imponerse de forma activa y exhibiendo sus recursos (en forma de músculos). Su estrategia era agresiva y llevaba la iniciativa. Su rival, por contra, era sibilino, atacaba siempre por la retaguardia y su gran arma era una dialéctica barata pero efectiva. Es decir, dejaba la iniciativa a su oponente y reaccionaba (por cierto; por aquel entonces, el autor no se planteaba objetivos parecidos a éste, más que en tenebrosas ensoñaciones nocturnas muy ocasionales que siempre se quedaban en el plano de la fantasía épica).

Por supuesto, esta clase de partidas no son nunca uno contra uno. Aquí siempre hay una tercera parte que, por cierto, es quien más tiene qué ganar.

No voy a explicar el desenlace de la historia, por respeto a esas personas, no vaya a ser que dé la casualidad de que están leyendo y se sientan identificadas. Tan sólo diré que finalmente hubo tres perdedores, y que los tres tuvieron bastante mal perder. Lo cual me lleva a una nueva reflexión: ¿estamos realmente preparados para perder?

No conozco ninguna derrota que esté completamente exenta de consecuencias. Uno va a una entrevista de trabajo a conseguir trabajo. Por mucho que esté de moda la psicología barata y los principios básicos de la autoestima basada en la nada, tener que afrontar una derrota es una desgracia, y aceptar eso es el primer paso para digerir una. No admitir que odiamos perder es, por contra, el primer paso hacia el no saber hacerlo nunca más.

Después de ya algunos meses escribiendo en este blog, sí que aprecio una diferencia importante entre los juegos de mesa y la vida: en los juegos se gana de vez en cuando.

«Usted no puede ganar
Usted no puede empatar
Usted no puede abandonar la partida»

El que elige mal sus objetivos

Los juegos que incluyen subastas pueden provocar fácilmente que nos equivoquemos de objetivos. En la imagen, Alta Tensión.

Está muy de moda en estos momentos la literatura de la autoayuda. Bueno… Mentira, en estos momentos no. La bromita esta de la autoayuda ya hace años que dura. Lo más antiguo que recuerdo en este sentido son los libros de Paulo Coelho, Jorge Bucay y otros individuos de ese mismo gremio, y ya hace unos añitos que circulan por el mundo. Y es probable que, antes de esos, ya hubiera otras cosas. Lo más curioso es que siempre se encuentran entre los libros más vendidos del mercado.

A pesar de que cada gurú vende de forma distinta su infalible método para ser feliz (con grandioso éxito, como podemos comprobar indefectiblemente día tras día), el discurso predominante es el siguiente: “lucha por tus sueños y conseguirás todo lo que te propongas”. Y no digo que no sea verdad hasta cierto punto, ni digo que sea innoble luchar por los objetivos propios. Pero el verdadero problema es… ¿Y si resulta que en realidad nuestros sueños son una mierda?

Entre tanto consejero que me dice cómo convertir en realidad mis objetivos, echo mucho de menos a alguien que me me guíe en qué objetivos elegir. Cómo elegirlos. Con qué criterio. Si le dan un par de vueltas al tema verán en seguida que no es ninguna idiotez. De mi vida misma podría poner ejemplos de cosas que me he sacrificado por conseguir, y que una vez que las he tenido no han hecho más que traerme problemas, algunos graves. Ahora no quiero aburrir al lector con detalles nimios, pero seguro que si cada uno hace un ejercicio de sinceridad en su fuero interno verá lo que quiero decir. Y si no, mi más sincera felicitación.

Una vez lo viví en el mismo Club Amatent, en una partida al Ciudadelas. Estábamos en la que previsiblemente sería la última ronda del juego, y sólo necesitaba un distrito más para cerrar la ciudad. En la elección de roles me pasaron asesino, obispo, condotiero y ladrón. La jugada estaba clara: con coger el asesino y matar al condotiero tenía suficiente, la ciudad quedaba protegida y la victoria casi segura. Pero como había otro rival que también iba a cerrar la ciudad ese turno, me obsesioné con plantar una carta cara. Así, cogí el condotiero para poder robar algunas monedas extras. El condotiero fue asesinado y perdí la partida. Objetivo equivocado.

Algo parecido me ocurrió jugando al Goa. De hecho, creo que este es un mal bastante frecuente de los juegos que incluyen algún sistema de subastas. Me marqué como objetivo ser, durante toda la partida quien más dinero tenía, para salir con ventaja en todas las subastas. Y de hecho lo conseguí. Sólo me sirvió para quedar el último.

Los juegos, como la vida, nos demuestran que lo mejor no es siempre sinónimo de lo bueno, y que lo que nos gustaría no tiene por qué coincidir con lo que nos conviene. Nos incitan constantemente a que luchemos por cosas, sin obligarnos a parar a pensar, antes, si tienen algún sentido. Estaría bien plantearse que quizás, y sólo quizás, algún día podremos llegar a burlarnos de nuestras propias ilusiones.

Estoy muy lejos de desear que el lector me meta en el saco de los autayudadores profesionales, pero por una vez, le daré un consejo que a lo mejor le es de alguna utilidad en la vida. Sea práctico, amigo lector. No se deje seducir por sus propias ideas. Puede que sean estúpidas. Al fin y al cabo, ganar es lo único que cuenta.

El que agota al rival

Aparentemente, el agotamiento del rival no está en los planes de nadie. O por lo menos, no de entrada. Pero el caso es que muchas veces se da esa situación de hastío mental en la cual ya no importa ganar o perder. Cualquier cosa, con tal que se acabe la partida de una puñetera vez. Y lo cierto es que ganar así es tan legítimo como ganar de cualquier otra forma.

En la vida me he encontrado varias personas dispuestas a no rendirse nunca. Explicado así, pocas personas podrían decir que no es una virtud. Pero a veces les pasa que no encuentran a un adversario que esté a la altura. Esa predisposición a no rendirse nunca resulta cansina para muchos.

Analizando el problema, está claro que no todas las personas le damos el mismo valor al hecho de ganar. Para algunos es una forma de vida, mientras que para otros sólo es una forma de matar el tiempo. Y aún hay unos terceros, entre los que me incluyo, que valoran mucho la victoria, pero que si no la consiguen saben que otro día y en otro juego se darán el placer de ganar. Pero hay un tipo de jugador que está predispuesto a marear al rival hasta que no le quede más remedio que apartarse del juego. Para este adversario, lo más importante no es hacer un juego brillante. No es, ni tan sólo, ganar. Sólo que el contrario se retire. Demostrar que se es más. Y que el otro se ha empequeñecido.

¿Y cómo suelen actuar estos sujetos? Comienzan con una cierta sorna, con un cuestionamiento constante de todo lo que se hace. Que si esta no es la acción pertinente, que si con esta estrategia te voy a fundir, que si no durarás ni dos turnos, que si no te has estudiado bien el reglamento… Que nadie se asuste; eso no suele tener nada que ver con que lo estemos haciendo bien o mal. Como todo en esta vida, es una estrategia. Para que nos sintamos incómodos. Y para que empecemos a pensar que realmente no estamos al nivel exigido.

Otra característica importante del que agota al rival es que es un bocazas. Revela constantemente todo lo que va a hacer (es un tío transparente, eso sí que lo tiene). Tendrá la amabilidad de contarnos, con todo lujo de detalles, cómo piensa darnos la soberana paliza. ¿Verdad que de entrada parece una táctica bastante idiota? Pues no lo es. De esta forma consigue, aunque sea inconscientemente, que las acciones de su rival sean previsibles. Así, prosigue con el objetivo de llevarse la partida a su terreno.

El golpe de gracia es que el que agota al rival hace que la partida se alargue una eternidad. Si ya sus constantes idas y venidas por el reglamento, sus sobrantes comentarios y sus interminables análisis/parálisis hacían el juego más extendido de lo normal, sus acciones de la partida también van encaradas a ese objetivo. Normalmente, llegados a este punto, el rival valora que ha hecho lo que ha podido y se retira. Y no le importa pensar en que aún podía ganar, sólo quiere alejarse de esa mesa de juego.

Ganar porque el rival se rinde no me gusta en absoluto. Siempre me deja en el cuerpo esa sensación tan desagradable de victoria poco digna. Pero no me quejo. Muchas veces, soy yo el que se retira de la partida. A veces una retirada a tiempo es más resultona. Y siempre se puede soltar alguna frase del estilo “con tu pan te lo comas”.

El que cuida las tácticas pero no la estrategia

Los juegos que recrean batallas históricas. Se han convertido en la quinta esencia de lo táctico. En la imagen, Memoir’44.

¿Qué diferencia hay exactamente entre lo táctico y lo estratégico? Desde que entré en el mundo lúdico he estado haciéndome esta pregunta, y aún nadie me ha dado una respuesta del todo convincente. Quizás lo que más se acerca a una definición exacta es lo que me dijo un compañero jugón de labsk, muy wargamero él: “Estrategia es pensar. Táctica es reaccionar”.

Me gusta este planteamiento. De esta forma, cada cosa tiene sus pros y sus contras. El pensamiento estratégico sirve a largo plazo, pero no tiene en cuenta para nada los imprevistos que surgen en la partida, y eso que hay muchos. El pensamiento táctico te permite esquivar bien las olas y aprovechar el viento, pero no sabes hacia dónde va el barco. Por algún motivo los buenos ajedrecistas opinan que es tan importante lo uno como lo otro.

De todas formas, y después de leer y escuchar muchos debates, me ha quedado claro que la estrategia es la hermana mayor, y la táctica, la pequeña. De hecho, he notado por ahí algún que otro aficionado que desprecia un poquitín esta última. Hasta el punto en que la táctica es “el salvavidas de los que no saben jugar”. Si esto es así sería una lástima, porque el mundo está lleno de buenos tácticos. Son los oportunistas, los que hacen la jugada perfecta en el momento justo. Pero raramente encuentran lo que se llama la “solución de continuidad”.

Ahora desconectemos por un momento del mundo lúdico y pensemos en la profunda crisis económica en la que estamos sumidos. Pensándolo bien, la podríamos considerar perfectamente una crisis estratégica. Nadie pensó en el largo plazo, sino en los beneficios del momento. Daba igual si estábamos en una burbuja o no: lo importante era agarrar el billete fácil, y eso significaba tocho y hormigón. Tácticamente la jugada era inapelable: había empleo, el país crecía y todos nos embolsábamos riquezas con facilidad.

Pero, ¿adónde nos conduciría todo eso? A que, tarde o temprano, toda esa riqueza basada en dinero que no era real acabara volatilizándose. No es que, como se ha dicho por ahí, nadie pensara que podríamos caer en un crack económico de proporciones desconocidas. Es que la táctica era demasiado tentadora como para ponerse a pensar en sus consecuencias.

Lo que sería realmente deseable es tener siempre una estrategia, un objetivo, un “adónde se dirige la nave”. En todo caso, y si la ocasión se lo merece, ya nos ocuparemos de la táctica. Pero avanzar por el camino del oportunismo de día y medio es ir hacia la derrota segura. Es cambiar una reina por un peón. Y es pan para hoy y hambre para mañana.

La política, en los tiempos que corren, es un buen ejemplo de táctica pura. Que nadie se confunda; lo que quiero decir no es que sean todos ladrones, o todos corruptos, o todos idiotas, como se vocifera por ahí. El verdadero problema es que ninguno tiene en la cabeza un plan a largo plazo. Los países europeos han jugado mucho tiempo sin estrategia, con el sistema conocido como “sobre la marcha”. El lector comprenderá entonces que esto no es un problema de uno, ni de dos, ni de cinco años atrás. Viene de muy lejos. Moraleja: el primer movimiento de la partida tiene que ser el más meditado.

Por eso dije anteriormente que en el mundo hay muchos y muy buenos tácticos. Hoy, un cargo y un sueldo. Mañana, ya veremos. Si hay por ahí algún estratega que nos esté leyendo, por favor, que venga corriendo a arreglar esta chapuza. Gracias.

El que sufre el síndrome del análisis/parálisis

La colocación de Meeples en el juego Carcassonne puede ser un análisis/parálisis palmario, puesto que hay muchos factores a valorar en la puntuación.

Uno de los problemas más recurrentes a los que tenemos que enfrentarnos hoy en día es el del famoso síndrome del análisis/parálisis (también conocido con la abreviatura A/P). Su significado es bastante intuitivo: cuando tenemos varias opciones posibles, pasamos tanto tiempo analizando cuál es la mejor que llegamos a un estado de bloqueo mental en el cual no decidimos nada, lo cual nos lleva inexorablemente a perder el tiempo.

El síndrome del A/P es un caso realmente digno de estudio. Como ya vengo comentando desde hace tiempo, un juego no es más que una emulación de un trocito de la vida, y lo bonito de ambos es, justamente, que tenemos que tomar decisiones. Y una elección siempre es complicada. Básicamente porque implica dos cosas: una renuncia (haré esto y no lo otro) y un condicionante (lo que haga determinará lo que sucederá en el futuro).

En conjunto, llegamos a la conclusión (del Perogrullo pero a veces se nos olvida) de que una decisión es una responsabilidad (tengo que acertar), y al mismo tiempo, una presión mental fuerte (no puedo fallar).

He aquí la explicación de por qué puede llegar a ser aburrido jugar con ciertas personas, con una mente demasiado analítica. Benditos sean en estos casos los relojes de arena. A veces me hace mucha gracia cuando en la bsk o la BGG se culpa al propio diseño del juego de tener demasiado A/P, considerándolo incluso un parámetro a valorar para no jugarlo, por miedo a que el down-time* sea larguísimo. Lo siento, pero yo considero que la culpa es siempre de los jugadores. ¿O es que alguien se imagina a una persona en la vida real diciendo “¡Ay! No sé con qué chica salir, esta decisión está muy mal diseñada…”? Absurdo, ¿no? Pues con los juegos pasa lo mismo.

Pero ahora analicemos el problema desde la óptica contraria: queremos hacerlo tan bien, estamos tan concentrados en tomar el mejor camino, que pasamos horas y horas analizando cuál es el mejor movimiento. Llegamos así al concepto que a mí me parece realmente interesante e innovador: la procrastinación.

Procrastinar es, esencialmente, perder el tiempo. Hacer cosas que nos entretienen pero que son muy tontas. Dicho así, no parece que haga falta inventarse un palabro tan raro para describir el hecho. Pero es que tiene una connotación especial: procrastinar es posponer una decisión o una tarea importante. Desviar la atención, para escaparse del miedo que implica la responsabilidad o la dificultad de lo que nos ocupa. El síndrome del A/P tiene mucho de procrastinación: cuanto más pensemos, menos responsabilidad tendremos al decidir.

La procrastinación ha existido siempre, pero últimamente, el número de cosas que nos distraen (la televisión, el móvil, Internet) es tan grande, y tiene tanto poder de atracción, que desconcentrarnos se ha convertido en lo más habitual. Haga la prueba: trate de estar, pongamos, 90 minutos haciendo un misma cosa, sin nada que le distraiga.

En conclusión: nos estamos volviendo incapaces de centrar nuestra atención en algo y encima cada vez tenemos menos poder sobre nuestras propias decisiones. Siempre se puede meditar más, siempre habrá más información a valorar… Pero esa no es la cuestión. El verdadero problema es que sin tomar decisiones, la vida no avanza. Menos mal que, en caso de duda, siempre nos quedará el azar.
 

*Down-time: Período de un juego en el cual estamos sin hacer nada, es decir, cuando el resto de jugadores desarrolla su turno.

El que juega a despistar

Robotory, como la mayoría de juegos de control de áreas, se presta mucho a hacer jugadas orientadas a despistar al rival.

Desde que nos hemos sentado alrededor de la mesa, la expresión de su rostro ha cambiado. Mejor dicho, ha desaparecido. Los demás, hacemos lo que podemos. Ella ahí sigue, como una figura de cera. Con los ojos pegados al tablero y la nariz parcialmente escondida bajo su mano de siete cartas. No ha dicho ni una sola palabra en toda la partida, y los demás no sabemos si tomarnos su silencio con miedo o con carcajadas. Porque una de dos: o tiene en su cabeza el mejor plan de la historia o no tiene ni puñetera idea de qué hacer.

Observa su peón (el de color rojo, no podía ser otro) como si mirarlo fijamente fuera a tener algún efecto sobre él. Por unos instantes tengo la impresión de que intenta hacerlo levitar. Pero sigue sin moverlo. Suponemos que se da cuenta de las acciones que llevamos a cabo los demás. Por un instante tengo la ilusoria impresión que ha mirado mi ficha. ¿Querrá sacársela de en medio? ¿Será una amenaza? Pero en seguida caigo en la cuenta de que, en realidad, no ha apartado la vista de la suya.

Le toca jugar a ella. Sin inmutarse, baja al tablero una de sus cartas. No lo entendemos. Miradas de extrañeza. “Si querías jugar esa carta, ¿por qué no te has cambiado de posición en el turno anterior?”, le espeta alguien con una sonrisa algo estúpida. Ella se lo queda mirando, seria y fijamente. De nuevo, la ambigüedad. El silencio tanto podría significar “sí, es cierto, ¿qué estoy haciendo?” como “cállate imbécil, a mi no me pidas explicaciones de lo que hago”.

Seguimos. A ratos parece que no sepa cuándo le toca robar, pero es de nuevo una simple apariencia. Ahora me doy cuenta. Está tan absorta en calcular cómo jugará sus cartas que se le olvida el momento en que tiene que coger una nueva.

Un compañero juega una de sus cartas, eufórico. Empieza a regodearse en la victoria. Está convencido de que con esa combinación la victoria ya no se le escapa. No sé si se ha dado cuenta de que la partida aún no ha terminado. Le toca jugar a ella. Baja una carta demoledora, la última que le quedaba en la mano. ¿Cómo diablos ha podido conservarla hasta ahora? Nadie se lo explica. A mi compañero se le queda una cara de tonto de esas legendarias. Ella, ni se inmuta. Ni siquiera parece consciente de lo que acaba de hacer.

Él parece algo mosqueado. No se esperaba que le arrebataran la partida en el último segundo, y se pasa el rato esgrimiendo el reglamento para encontrar algún salvoconducto que lo saque del desastre. Ella, simplemente, coge la carta sin levantar la vista del tablero, lee en voz alta su efecto y confirma que su movimiento es inapelable, aparte de magistral.

Y es al final, en ese extraño y ritual momento del recuento de puntos de victoria, cuando lo comprendo todo. Ella sólo jugaba a despistar. Deportivamente le ofrezco la mano, la felicito, y le hago saber que lo ha conseguido. Por primera vez en toda la tarde, sonríe.

Stratego fue uno de los primeros juegos de la historia que tiene como objetivo confundir al adversario, mediante la información parcial e interesada.

El que pierde la paciencia

El poker es un ejemplo de juego en que se puede perder por la impaciencia, especialmente si una buena mano tarda en llegar.

¿Cuántas veces habremos oído aquello de “aprendes a jugar en cinco minutos, pero dominar el juego lleva muchos años”? Los buenos estrategas lo saben perfectamente: los grandes planes se cocinan a fuego lento.

La paciencia es una de las cosas que más he aprendido a apreciar en los últimos años de mi vida. No en vano, hay un dicho popular que le atribuye nada menos que la maternidad de la ciencia. A pesar de todo, no es una virtud que hoy en día esté muy de moda. Y no lo está por varias razones.

En primer lugar, porque vivimos en un mundo absolutamente abocado a la inmediatez. Si puede ser hoy, mejor que mañana, y si puede ser dentro de diez minutos mejor que dentro de una hora. Necesitamos resultados ya. Lo que es verdad durante un cuarto de hora es mentira al cuarto de hora siguiente (para volver a ser verdad a los cinco minutos posteriores). Con esa filosofía es imposible ganar a ningún contrincante serio.

Y en segundo lugar, porque ser pacientes es contrario a nuestra naturaleza. La parte más emotiva de nosotros nos impulsa a lanzarnos, a atacar, a recoger el tesoro, a robar las monedas, capturar esa pieza que el adversario ha puesto tan a tiro… lo que sea con tal que, de forma ilusoria, se nos quite por unos instantes la incómoda ansiedad que provoca la lentitud de la victoria.

El mundo está lleno de buenos estrategas impacientes. Calculan los movimientos a la perfección, saben qué hacer para ganar y ejecutan sus planes con una precisión excelsa. Pero los ejecutan a destiempo, a veces traicionando la pauta que ellos mismos se habían marcado. Se dejan invadir por esa sensación de la prisa por ganar y demostrar que se es superior al adversario y que se tiene dominada la situación.

A lo mejor el ímpetu y la temeridad son el mejor método para ganar pequeñas batallas, pero nunca la guerra. Tal vez podré capturar esa pieza o bloquear la estrategia del contrario por unos instantes, pero no evitar que me venza. Quién sabe si incluso desbarato definitivamente los objetivos del contrario, pero no importa. Con eso no me conformo. Yo quiero ganar mi propia partida, la única que tengo por resolver desde que nací. Esa tiene sus propios objetivos, con la gracia añadida de que, encima, los he elegido yo.

Para la tranquilidad del lector, cabe destacar que la pérdida de la paciencia es algo que les ha sucedido a los mejores del mundo. Parece ser que incluso al gran Garry Kasparov le pasó una vez. Todos tenemos derecho a un momento de descontrol. Pero una vez superado, yo apostaría por la paciencia. Y si por el camino logramos hacérsela perder a alguien más, mala suerte. Llamémoslo “daño colateral”.

El que recurre a la estafa

                           

Estos días he estado desempolvando una vieja baraja de Magic The Gathering, que había quedado abandonada en un cajón desde hace 16 años. Empleando el hallazgo como excusa, me escapé hacia la tienda más próxima para agenciarme alguna ampliación y darle algo de jugabilidad al mazo, sin otra intención que menear un poco las cartas por pura nostalgia. No me apuntaré a torneos, ni iré al Mercat de Sant Antoni a cambiar cartas, ni haré nada de lo que hacen esos señores tan raros.

Magic The Gathering es un juego que me trae recuerdos muy ingratos. Pero eso sí, aprendí mucho de él. Cuando Magic se puso de moda en el cole corría el año 1995, y un servidor contaba con la modesta edad de 12 añitos, los suficientes como para empezar a frikear un poquito. Yo había tenido ya mis flirteos con juegos de rol y otras rarezas de esa misma rama, con lo cual esas extrañas cartas me llamaban mucho la atención.

Durante más de medio curso estuve persiguiendo a mi pobre madre para que me comprara una baraja de la entonces flamante tercera edición, que valía nada menos que 1.500 pesetas de la época. A mi madre, que siempre ha sido una persona muy razonable, le costaba acceder a tal petición. ¿Cómo podía ser que un mazo de sesenta cartitas costara aquel dineral? Después de estar día y noche convenciéndola de que aquellas no eran unas cartas cualesquiera, sino unas supermegaguays ideales de la muerte que si te descuidabas te hacían la cena ellas solas, me hice con mi primer mazo, tras una trabajada dosis de buenas notas.

Tengo pruebas irrefutables de que aquellas cartas estaban malditas. Desde el mismísimo momento en que las abrí, empezaron a suceder cosas extrañas. De entrada, en el instante siguiente a abrirlas se fueron todas al suelo, y algún animal que pasaba por la calle corriendo (con las suelas sucias de narices) pisoteó algunas de ellas. Pero la cura de humildad más grande aún estaba por llegar.

Inmediatamente, algunos compañeros de clase empezaron a estar sospechosamente interesados por mis cartas, e incluso hablaban entre ellos de mi mazo. Por si esto fuera poco, los mayores del cole, esos que iban a cursos más difíciles que el nuestro, también hablaban de mi baraja, que estaba llena de tierras dobles y cartas raras como Nightmare y alguna otra que haría que cualquier magiquero se llevara las manos a la cabeza. Para los no iniciados: sólo un par de esas cartas ya valían más de lo que mi madre había pagado por todo el mazo.

Podría decirse que la inexperiencia me pilló desprevenido. Sin saber nada aún del valor de ciertas cartas de ese juego, me empecé a dejar seducir por la inocencia propia de un niño que apenas empieza a salir de la cáscara, y sucumbí a los aparentemente golosos cambios que me ofrecían mis compañeros (que si te doy cuatro cartas por esta, que si te doy cinco por esta otra,…). Yo creyéndome que me estaba  construyendo el mazo de mi vida, cuando en realidad lo que estaba haciendo era el primo. Sólo cuando cayó en mis manos una lista oficial de precios (codiciadísima fotocopia que hoy cualquier mocoso se bajaría en cinco minutos) comprendí que había sido víctima de un timo de traca y pañuelo. Varias veces, de hecho.

En aquella época, en el cole, había dos modas principales: jugar a Magic deliberadamente mal, maltratando el reglamento, y robar las cartas de los demás (¡las caras!). A sabiendas de eso, yo siempre vigilaba mucho… Hasta que un día, sin querer, lo olvidé en la clase a la hora del patio. Cuando volví, obviamente algún indeseable ya me había “limpiado” convenientemente la baraja, llevándose las pocas buenas cartas que aún nadie me había estafado. Eso sí, había tenido el detalle de dejarme toda la morralla.

A pesar de las maldades, Magic The Gathering me enseñó varias cosas que nunca en mi vida he vuelto a olvidar. Se puede decir que mi adolescencia empezó realmente con Magic, ya que no puedo imaginar una pérdida de la inocencia más brusca. Supongo que ahora el lector entenderá porqué esa baraja se ha quedado tanto tiempo enterrada.

Así que, como en esta vida abundan los listos y los vivos, mejor me guardo mi barajita para jugar en los ratos libres con algún amigo, y el resto del mundo Magic ya se puede ir a tomar el aire fresco un rato largo. Y que sea lo que Planeswalker quiera.

El que siempre agrede

Dispara primero, pregunta después. Se da la circunstancia de que el 90% de los juegos de este mundo permiten, casi siempre, dos opciones estratégicas más o menos bien definidas: atacar o defender. Hacer tu juego o destrozar el del de en frente. Ambas muy lícitas. Un correcto balance entre ambas suele ser la clave de la victoria, amén de la correspondiente interacción con el resto de jugadores. Es aquí donde nos encontramos con toda una raza de individuos que, sea cual sea el objetivo de la partida, agredirán a los demás tan pronto como puedan, y de la forma más perjudicial posible. Les importará muy poco que eso no les conduzca a la victoria: por lo menos habrán fastidiado a alguien.

Antes de continuar, creo necesario matizar qué entiendo por conducta agresiva, ya que ni mucho menos me refiero sólo a estar dispuesto a darse de leñazos con la concurrencia (si acaso eso sería conducta violenta). Me refiero más bien a una actitud de amenaza permanente. Al aquí estoy yo y pórtate bien. La agresividad puede ser física, verbal, gestual y psicológica, esta última realmente sutil y dañina.

Todos nos hemos topado alguna vez con la agresividad psicológica. En una conversación, por ejemplo, aparentemente normal, hablando con otras personas de cualquier tema… De repente uno de los interlocutores se siente herido (por el motivo que sea), y pasa el resto del encuentro tratando de descalificar al supuesto ofensor. Y da igual que lo haga con educación: agrede, al fin y al cabo. “Estar a la defensiva”, lo llaman, aunque es una expresión muy desacertada, en todo caso supongo que se quiere decir “estar a la ofensiva”.

Y ¿por qué motivo una persona siente que debe comportarse de forma agresiva? Pues puede haber muchas razones. De hecho, puede ser por casi cualquier cosa. Un miedo, una frustración, un afán de protagonismo, que el agresor se sienta solo, amenazado, indefenso,… Incluso puede que tenga la sensación de que él ha sido el agredido en primer lugar, y que sólo está pagando con la misma moneda. En el trasfondo, el sentimiento casi permanente de esa malsana inferioridad que sólo puede ser remediada cortando cabezas. Como ya se ha dado a entender, los verdaderos maestros de la agresión son los que actúan con una sutilidad psicológica tal, que de ser empleada para otros fines resultaría exquisita.

Afortunadamente, el reglamento suele poner las cosas en su sitio, y es raro que los agresores compulsivos acaben ganando algo. Como mucho conseguirán enzarzarse en una lucha falta de sentido con alguna víctima (¡asequible!) que pillen por el camino, mientras algún jugador inteligente aprovechará la situación para hacerse con la victoria. Pero al menos habrá conseguido que su víctima pierda.

El verdadero problema es que, a los agresivos, con eso les basta.