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El que no sabe estar callado

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Hay muchos juegos, y creo que también muchos ámbitos en la vida, en que es importante saber estar callado. Mejor dicho, es importante hablar, pero en el momento oportuno. Un momento antes, y tu “brillante” frase se convierte en una memez. Un momento después, y queda totalmente sin efecto. Es importante usar las palabras adecuadas, pero es aún más importante decirlas cuando toca.

En los juegos, esta ansiedad te puede conducir a revelar tu estrategia antes de lo que corresponde. En muchas partidas, un buen jugón tiene que aplicar la táctica del búho: observar discretamente, atacar sutilmente. Cuántas veces no se ha echado a perder una buena estrategia por culpa de querer ansiosamente revelarla, para que los demás comprueben cuán inteligentes somos. Y nos vamos de la mesa con el rabo entre las piernas. Por impacientes.

Hay personas que sufrimos incontinencia verbal galopante. Yo soy consciente de ello. De pequeño, según me cuentan, incluso cuando lograba callarme necesitaba hacerlo notar. El mundo 2.0, 3.0 o como diablos tenga que llamarse es una porquería y una arma letal para los que toda la vida hemos sido unos bocazas. Es el proverbial elefante en la cristalería. Nos pone al alcance un megáfono cuando, para nuestra personalidad, sería mucho más conveniente una mordaza. Eleva nuestro “bocazacismo” a la categoría de úlcera en erupción permanente (y a la de grano en el culo para los pobres lectores que tienen que aguantarlo).

Es tan sumamente fácil darle al “responder”, meter una bobada en el “comentar”, escribir una chorrada en el “contestar” o hacerse el ingenioso en el “estado” que resulta prácticamente imposible resistir la tentación. El teclado, enemigo disfrazado de aliado, te persigue por tus fantasías como si fuera una sacerdotisa desnuda en celo permanente. Te persigue en casa, en la oficina, en casa de tus amigos… y ahora también, por si todo lo anterior no era suficiente, en el bolsillo, pegado a la pierna como una sanguijuela. No vaya a ser que te de un ataque de ingenio en medio de un viaje de metro y te quedes sin poder exhibirlo. Sientes que tienes que comentarlo todo: la humanidad no puede seguir adelante sin tus imprescindibles aportaciones.

En cualquier foro, muro, grupo, red social, etc. es muy fácil encontrar comentarios provocadores, y uno, besugo redomado que es, responde con más provocaciones. Lo cual acaba llevando, la mayor parte de las veces, a una colección de sinsentidos que al final no sabe ni cómo empezó. Llámese ego, llámese orgullo, llámese simple curiosidad para saber qué pasará, pero siempre aparece la puñetera voz interior (que, de tener que localizarla físicamente estaría, a bien seguro, en el cerebro reptiliano) que te insta a continuar con la discusión. “Respóndeles”, te dice, “ellos verán que estás cargado de razones, se iluminarán y además te darán las gracias por haberles iluminado”. Los demás no solamente no se iluminan, sino que además, acaban tomando al interlocutor por gilipollas. Y hacen buena la coletilla esa de que quien siempre quiere tener la razón acaba quedándose a solas con ella.

Los teclados me han conducido, al menos a mí, a una verborrea que no se cura ni con tres raciones de arroz hervido al día (con manzana harinosa de postre). Muchas veces escribo en un foro, en un móvil o en una red social y ni yo mismo comprendo por qué lo he hecho. Hace poco hice el ejercicio de mirar mensajes míos “antiguos” (antiguos quiere decir que tienen ocho o nueve meses), y la mayoría me parecían estúpidos, sobrantes, irrelevantes y, en el mejor de los casos, graciosillos.

Así, se alcanza la conclusión de que escribir sólo para ver quién y qué te responde es una droga de la que hay que quitarse, porque si no, llega un momento en que el orgullo se envenena. Ya no es que haya que pensar antes de darle al botón de contestar. Es que, directamente, sería bueno olvidar que existe. Aunque sea para demostrarnos a nosotros mismos que podemos estar callados cinco minutos.

El que se siente superior

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Llega un momento en la vida de todo ser humano en que siente curiosidad por alguna de las centenares de miles de cosas que lo rodean. Los snobs lo llaman “hobby”. Las personas un poco más normales lo llaman “afición”.

Aficiones las hay muchas y de muy diversos tipos. Hay quien le da por cuidar peces de acuario. Hay quien diseña magníficas maquetas a partir de palillos. Hay quien transforma su casa en un gigantesco museo del ferrocarril en miniatura. Hay quien prefiere practicar un deporte. Y aún hay quien comienza a plantar flores en su terraza. Como podrá comprobarse, cada una exige unas cualidades, unos conocimientos y una dedicación diferentes, pero todas son, en principio, igual de loables.

No obstante, todas tienen, en general, una característica común. Y es un tanto molesta, por cierto. Quienes la practican piensan que la suya es la mejor.

Así, de entrada, no tendría por qué ser algo malo. Es como el que se casa pensando que su mujer es la más guapa, por ejemplo. El verdadero problema comienza cuando, alrededor de ese “hobby”, comienza a generarse un sentimiento de pertinencia al grupo, primitivo como él solo, que empieza a generar una barrera invisible entre los que están dentro y los que están fuera. Tampoco eso tendría por qué ser un problema si no fuera porque los que están dentro comienzan a crecerse, posiblemente porque acaso esa pertinencia sea lo único que les hace sentir superiores.

Es en ese punto cuando la prepotencia y la soberbia amenazan con asomarse a saludar. No siempre lo hacen, que quede bien claro, pero el peligro existe. Quien esto escribe ya ha recorrido el caminito de unas cuantas aficiones, e indudablemente pocas se escapan de ese lastre.

Los elementos contaminantes suelen responder al perfil de una persona hostil, siempre dispuesta a buscar el enfrentamiento. Verbal, la mayoría de la veces. Suelen mostrar su superioridad siempre que tienen la ocasión, mantienen la distancia, las apariencias y conocen su especialidad hasta la obsesión. Acaban convertidos en grandes gurús; y como tales se comportan: o les haces reverencias o eres su enemigo. Su desprecio es notable con los recién llegados a la afición, y aún mayor con los que manifiestan no sentir interés por ella.

Esa situación es peor cuando el hobby practicado, se supone, es marcadamente social. Pensado para practicarse con seres humanos y para relacionarse con ellos. Pensado para que más y más gente se sume a él. Es inevitable que algunos (aunque sean pocos) lo confundan con un concurso de tamaños cerebrales cuya competitividad les ayuda a suplir otras carencias. Es aquí cuando uno piensa, “a ver si esta afición resulta que es en realidad una mierda”.

No desesperemos. Démosle más oportunidades.

El que pierde la paciencia

El poker es un ejemplo de juego en que se puede perder por la impaciencia, especialmente si una buena mano tarda en llegar.

¿Cuántas veces habremos oído aquello de “aprendes a jugar en cinco minutos, pero dominar el juego lleva muchos años”? Los buenos estrategas lo saben perfectamente: los grandes planes se cocinan a fuego lento.

La paciencia es una de las cosas que más he aprendido a apreciar en los últimos años de mi vida. No en vano, hay un dicho popular que le atribuye nada menos que la maternidad de la ciencia. A pesar de todo, no es una virtud que hoy en día esté muy de moda. Y no lo está por varias razones.

En primer lugar, porque vivimos en un mundo absolutamente abocado a la inmediatez. Si puede ser hoy, mejor que mañana, y si puede ser dentro de diez minutos mejor que dentro de una hora. Necesitamos resultados ya. Lo que es verdad durante un cuarto de hora es mentira al cuarto de hora siguiente (para volver a ser verdad a los cinco minutos posteriores). Con esa filosofía es imposible ganar a ningún contrincante serio.

Y en segundo lugar, porque ser pacientes es contrario a nuestra naturaleza. La parte más emotiva de nosotros nos impulsa a lanzarnos, a atacar, a recoger el tesoro, a robar las monedas, capturar esa pieza que el adversario ha puesto tan a tiro… lo que sea con tal que, de forma ilusoria, se nos quite por unos instantes la incómoda ansiedad que provoca la lentitud de la victoria.

El mundo está lleno de buenos estrategas impacientes. Calculan los movimientos a la perfección, saben qué hacer para ganar y ejecutan sus planes con una precisión excelsa. Pero los ejecutan a destiempo, a veces traicionando la pauta que ellos mismos se habían marcado. Se dejan invadir por esa sensación de la prisa por ganar y demostrar que se es superior al adversario y que se tiene dominada la situación.

A lo mejor el ímpetu y la temeridad son el mejor método para ganar pequeñas batallas, pero nunca la guerra. Tal vez podré capturar esa pieza o bloquear la estrategia del contrario por unos instantes, pero no evitar que me venza. Quién sabe si incluso desbarato definitivamente los objetivos del contrario, pero no importa. Con eso no me conformo. Yo quiero ganar mi propia partida, la única que tengo por resolver desde que nací. Esa tiene sus propios objetivos, con la gracia añadida de que, encima, los he elegido yo.

Para la tranquilidad del lector, cabe destacar que la pérdida de la paciencia es algo que les ha sucedido a los mejores del mundo. Parece ser que incluso al gran Garry Kasparov le pasó una vez. Todos tenemos derecho a un momento de descontrol. Pero una vez superado, yo apostaría por la paciencia. Y si por el camino logramos hacérsela perder a alguien más, mala suerte. Llamémoslo “daño colateral”.