Archivos Mensuales: May 2012

El que se siente amenazado por el tiempo

La primera edición de Tamsk, un juego que emplea el innovador concepto de «tiempo presionante».

No sé quién fue el que dijo que añadiendo un reloj de arena a un juego daba como resultado otro juego unas cinco veces mejor que el anterior. El denostado y casi del todo retirado invento del reloj de arena sobrevive en un último reducto: el de los juegos de tablero. Y los que los usamos somos los únicos que aún sabemos que “se enchufa” dándole la vuelta. En el resto del mundo se ha extinguido, salvo como objetos decorativos raritos, y algunos de gusto bastante discutible.

Tengo una debilidad especial por los relojes de arena. Desde niño que me resultan un objeto fascinante. Observar cómo la arena cae de un lóbulo a otro tiene ese extraño efecto hipnótico, que también tiene el fuego en una chimenea, el agua en una fuente o una tormenta dentro del mar. La caída de la arena es el presagio ilusorio de algo que nunca acaba sucediendo.

Además, el reloj de arena es la metáfora más perfecta (y cruel) de nuestra vida. Como estamos en la era postcientífica medimos el tiempo en minutos, segundos, años… Pero el reloj de arena no es así. Tiene demasiada personalidad como para dejarse encorsetar en algo como la precisión. El reloj de arena no sabe nada de unidades. Es como es. Dura lo que dura. Y lo más curioso de todo: nunca dura exactamente lo mismo cuando se vuelve a girar.

GIPF Project cogió muy bien estas ideas y desarrolló Tamsk, un extraño pero precioso juego en el cual hay que rellenar un tablero hexagonal con anillos, a medida que se hacen avanzar las piezas por las casillas. El primero que se desprenda de todos sus anillos gana. Explicado así, no es más que otro juego abstracto del montón. Pero hay un detalle que le da una vuelta de tuerca interesante. Las fichas no son ni peones ni soldaditos ni meeples. Son relojes de arena, y cada vez que se mueven se les da la vuelta.

Tamsk refleja muy bien una contradicción a la que nos tenemos que enfrentar cada día: jugamos con la presión del tiempo encima. El hecho de tener que hacer el movimiento perfecto contra el hecho de tener que pensarlo rápido. Si alguno de los relojes se agota, se elimina; de modo que no sólo tenemos que estar pendientes de moverlos, sino también de hacerlo a tiempo, o apurar para que la arena caiga y así deshacernos de un reloj del rival.

Explicado así, puede parecer que este concepto entra en contradicción con el que ya expuse de la paciencia. Pero es todo lo contrario, refuerza todavía más la idea del momento justo, del oportunismo,  del “ahora y no antes ni después”, que es lo que de verdad diferencia a los que ganan de vez en cuando de los que son invencibles. Si las cosas suceden medio segundo antes o medio segundo después ya no tienen sentido. Ello me llevaría a hablar del principio antrópico, pero me temo que eso ya sería desviarse demasiado del tema.

 
PD. Si algún lector desea explicarme por qué Tamsk fue el único juego de la serie GIPF que fue retirado se lo agradeceré.

El que va a las ferias

Qué hartón de jugar. Creo que ni siendo un crío me había pasado tantas horas jugando… Y explicando juegos. La Fira de jugarxjugar en Granollers ha sido, es y será siempre un referente para todos los que andamos metidos en esta afición tan gratificante. Como siempre, gente de todas las edades llenando todas las mesas. Este año, con el añadido de que los miembros del Club Amatent nos estrenábamos con ilusión, con ganas y con un montón de juegos nuevos para aprender.

Por todo ello, esta semana se hará una excepción y, en vez de embaucar al lector con algún rollo pseudofilosófico de los míos, dedicaré esta entrada a hacer una pequeña crónica de lo que han dado de sí estos tres días, con fotos incluídas, que siempre es más agradecido. Que las disfrutéis.

Para empezar, tuvimos el placer de compartir una cena el viernes por la noche con los amigos de Cinco minutos por juego (5mpj), y Stephane nos demostró por qué tiene uno de los mejores blogs de juegos del momento. Con esa família tan guapa, cualquiera hace un proyecto así de chulo. 😉

Sábado por la maña: campeonato de Carcassone. +ab (Óscar), representante del Club Amatent, alcanza una muy meritoria 26ª posición, entre casi 80 participantes. En la foto podeis verle con una cara de concentración que da miedo (a la derecha).

Poco después de mediodía, sesión de esas que queman las cejas. Después de un precalentamiento jugando al SET! (en la que me adjudiqué una victoria bastante cómoda), partida agónica al Stone Age. Pasarlo tan mal, total, para quedar penúltimo. Cateusk (March) se hizo con la victoria de forma inapelable. Fue una partida «de las que hacen afición», como dicen de forma algo rimbombante los aficionados al deporte. Mi cara lo dice todo.

No defallimos todavía. Tras un necesario y merecido descanso, empezamos con el otro «pepinazo» de la tarde: Race for the Galaxy. Partida de demostración, en la cual, Silvia me pregunta si les estoy escatimando puntos de victoria.

A nuestro lado, el resto de la família Amatent (Quim Cacau a la cabeza) le dan duro al Caylus Magna Carta.

Domingo por la mañana. Empezamos por algo suave: Dominion. Partidaza, que no se me escapó, aunque Quim Cacau me lo puso realmente al límite.

Y luego… Por fin puedo decir que he ganado una partida al Keltis. Qué equivocados están todos los que piensan que es un juego de azar… No. Es pura gestión del azar.

Cuando se pone a llover de una forma que no es normal… ¿Cunde el pánico? Qué va. Se cierran las carpas y a seguir jugando. Cada uno a lo suyo.

Como en toda feria que se tercie, siempre hay algo de botín…

No, no es de segunda mano. Es un Le Havre nuevecito y con olor a recién impreso. Los cachondos mentales de Homoludicus querían hacernos creer que estaba agotado. Qué va. Resulta que tenían uno en el almacén. Claro, lo guardaban para vendérmelo a mi en la feria. Qué majos. Gracias, chicos. Los que estais esperando a la reedición, pues ya sabéis… A chinchar y a rabiar.

Y ya para terminar, un repaso a las visitas ilustres de esta feria… Empezamos por el gran Màrius Serra, que vino a hacer de padrino de su flamante «Verbàlia», y tuvo la amabilidad de charlar con nosotros unos minutos.

El amigo Josep M. Allué (de perfil, a la derecha), presentando su particular visión de Dixit, Jinx, y explicando su juego con paciencia al público más variopinto.

Y finalmente, el Màgic Andreu… Sobra presentarlo, supongo. Amable, acogedor y muy simpático, aunque no se le ocurrió otra cosa para preguntarme que mi edad…

Me olvido de un montón de juegos que hicieron nuestras delicias, pero nunca se puede poner todo. Queda claro que, en el mundo de los juegos, cada uno tiene el suyo. Justamente para eso hay tantísimos, y tan variados. El hobby de jugar es muy accesible, muy social, nada elitista, ayuda a ejercitar las neuronas y, además, sale muy barato. Pocas cosas dan tantas horas de diversión, de amistades y de experiencias por tan pocos euros. Así que ya sabéis: no quiero ni oír hablar de frikis.

El que juega a despistar

Robotory, como la mayoría de juegos de control de áreas, se presta mucho a hacer jugadas orientadas a despistar al rival.

Desde que nos hemos sentado alrededor de la mesa, la expresión de su rostro ha cambiado. Mejor dicho, ha desaparecido. Los demás, hacemos lo que podemos. Ella ahí sigue, como una figura de cera. Con los ojos pegados al tablero y la nariz parcialmente escondida bajo su mano de siete cartas. No ha dicho ni una sola palabra en toda la partida, y los demás no sabemos si tomarnos su silencio con miedo o con carcajadas. Porque una de dos: o tiene en su cabeza el mejor plan de la historia o no tiene ni puñetera idea de qué hacer.

Observa su peón (el de color rojo, no podía ser otro) como si mirarlo fijamente fuera a tener algún efecto sobre él. Por unos instantes tengo la impresión de que intenta hacerlo levitar. Pero sigue sin moverlo. Suponemos que se da cuenta de las acciones que llevamos a cabo los demás. Por un instante tengo la ilusoria impresión que ha mirado mi ficha. ¿Querrá sacársela de en medio? ¿Será una amenaza? Pero en seguida caigo en la cuenta de que, en realidad, no ha apartado la vista de la suya.

Le toca jugar a ella. Sin inmutarse, baja al tablero una de sus cartas. No lo entendemos. Miradas de extrañeza. “Si querías jugar esa carta, ¿por qué no te has cambiado de posición en el turno anterior?”, le espeta alguien con una sonrisa algo estúpida. Ella se lo queda mirando, seria y fijamente. De nuevo, la ambigüedad. El silencio tanto podría significar “sí, es cierto, ¿qué estoy haciendo?” como “cállate imbécil, a mi no me pidas explicaciones de lo que hago”.

Seguimos. A ratos parece que no sepa cuándo le toca robar, pero es de nuevo una simple apariencia. Ahora me doy cuenta. Está tan absorta en calcular cómo jugará sus cartas que se le olvida el momento en que tiene que coger una nueva.

Un compañero juega una de sus cartas, eufórico. Empieza a regodearse en la victoria. Está convencido de que con esa combinación la victoria ya no se le escapa. No sé si se ha dado cuenta de que la partida aún no ha terminado. Le toca jugar a ella. Baja una carta demoledora, la última que le quedaba en la mano. ¿Cómo diablos ha podido conservarla hasta ahora? Nadie se lo explica. A mi compañero se le queda una cara de tonto de esas legendarias. Ella, ni se inmuta. Ni siquiera parece consciente de lo que acaba de hacer.

Él parece algo mosqueado. No se esperaba que le arrebataran la partida en el último segundo, y se pasa el rato esgrimiendo el reglamento para encontrar algún salvoconducto que lo saque del desastre. Ella, simplemente, coge la carta sin levantar la vista del tablero, lee en voz alta su efecto y confirma que su movimiento es inapelable, aparte de magistral.

Y es al final, en ese extraño y ritual momento del recuento de puntos de victoria, cuando lo comprendo todo. Ella sólo jugaba a despistar. Deportivamente le ofrezco la mano, la felicito, y le hago saber que lo ha conseguido. Por primera vez en toda la tarde, sonríe.

Stratego fue uno de los primeros juegos de la historia que tiene como objetivo confundir al adversario, mediante la información parcial e interesada.

El que hace trampas

Portada de De Viribus Quantitatis, uno de los libros más antiguos conocidos dedicados a las trampas.

Portada de De Viribus Quantitatis, uno de los libros más antiguos conocidos dedicados a las trampas.

Tema poco amable, el de las trampas. Me estoy arriesgando y lo sé. Pero, en un blog donde se habla de un paralelismo entre el juego y la vida, es poco menos que tema obligado. Antes de que el lector dé media vuelta y se cambie a alguna otra página de nombre impronunciable, le pido que considere la siguiente cuestión. ¿Existe realmente alguna situación en la vida totalmente libre de tramposos?

La historia misma contesta a la pregunta. Parece ser que las trampas son tan antiguas como el propio juego. Los romanos, que eran unos enfermos de los dados y las apuestas (moda posiblemente heredada de los íberos) ya se habían inventando los mil y un chanchullos para obtener “casualmente” los resultados que necesitaban, y se ve que incluso algunos célebres emperadores se dieron a esta práctica. En los naipes, por citar otro ejemplo, el primer libro de trucos y subterfugios escrito para hacerle la pirula al rival (De viribus quantitatis) es casi tan antiguo como la primera baraja que se conoce (el Tarot de Marsella). Tela.

Entendemos por tramposo aquel que no respeta las reglas, deliberadamente, con el objetivo de obtener alguna ventaja sobre sus rivales. Un detalle importante es que procura que los demás no se enteren. Un juego suele tener unas normas que dan sentido tanto a su estructura como a los objetivos que propone. Además, han sido aceptadas como válidas por todos los jugadores, y sólo con esta convención el pasatiempo lúdico tiene algo de sentido. Pero él no lo percibe así. Para el fullero, lo más importante es ganar. O mejor dicho, que los demás crean que ha ganado. El “el fin justifica los medios” llevado a su máxima expresión.

¿La ejecución? Hay mil maneras. Ese vistazo a las cartas cuando no se puede, ese cambio en las fichas cuando nadie mira, un trucaje en los dados, cambiar de orden las cartas del contrario, robar un punto de victoria en secreto… Obsérvese que todos los ejemplos citados se basan en el engaño. Ni que fuera en una ficción procedente de una dimensión paralela, me gustaría ver cómo sería el mundo si el engaño fuera imposible de ocultar. Las risas durarían un rato largo.

Una de las características que más me divierte de los tramposos es que ellos no se consideran tales. Entienden que las trampas son legítimas, pues forman parte de la vida misma. Si están bien hechas, claro (es decir, si no te pillan). Todo se rige por la ley de la selva y hay que espabilarse. Al tramposo le parece perfecto que haya normas y cosas de esas, pero su objetivo está por encima de ellas, y saltárselas forma parte de su forma de ser. Es más, si esquivar la norma supone un desafío al ingenio, tanto mejor. Aquí la trampa se eleva ya a la categoría de arte.

En resumen: el tramposo es ese que nos torea y encima tenemos que tragar con su superioridad moral y reírle la gracia.

Lo peor de esta suerte de individuos es que es muy difícil sacárselos de encima. La única forma es pillarlos. Y cuesta, porque lo crean o no suelen ser muy listos. De vez en cuando sale alguno tonto y todo el mundo se ríe de él (véase cualquier personajillo de estos que sale en las portadas de los periódicos), pero no es lo habitual. Así que ya lo saben: por cada tramposo que descubran, sepan que hay nueve que se han salido con la suya. Y ya se sabe quiénes son los que se consuelan cuando el mal es de muchos.

El que pierde la paciencia

El poker es un ejemplo de juego en que se puede perder por la impaciencia, especialmente si una buena mano tarda en llegar.

¿Cuántas veces habremos oído aquello de “aprendes a jugar en cinco minutos, pero dominar el juego lleva muchos años”? Los buenos estrategas lo saben perfectamente: los grandes planes se cocinan a fuego lento.

La paciencia es una de las cosas que más he aprendido a apreciar en los últimos años de mi vida. No en vano, hay un dicho popular que le atribuye nada menos que la maternidad de la ciencia. A pesar de todo, no es una virtud que hoy en día esté muy de moda. Y no lo está por varias razones.

En primer lugar, porque vivimos en un mundo absolutamente abocado a la inmediatez. Si puede ser hoy, mejor que mañana, y si puede ser dentro de diez minutos mejor que dentro de una hora. Necesitamos resultados ya. Lo que es verdad durante un cuarto de hora es mentira al cuarto de hora siguiente (para volver a ser verdad a los cinco minutos posteriores). Con esa filosofía es imposible ganar a ningún contrincante serio.

Y en segundo lugar, porque ser pacientes es contrario a nuestra naturaleza. La parte más emotiva de nosotros nos impulsa a lanzarnos, a atacar, a recoger el tesoro, a robar las monedas, capturar esa pieza que el adversario ha puesto tan a tiro… lo que sea con tal que, de forma ilusoria, se nos quite por unos instantes la incómoda ansiedad que provoca la lentitud de la victoria.

El mundo está lleno de buenos estrategas impacientes. Calculan los movimientos a la perfección, saben qué hacer para ganar y ejecutan sus planes con una precisión excelsa. Pero los ejecutan a destiempo, a veces traicionando la pauta que ellos mismos se habían marcado. Se dejan invadir por esa sensación de la prisa por ganar y demostrar que se es superior al adversario y que se tiene dominada la situación.

A lo mejor el ímpetu y la temeridad son el mejor método para ganar pequeñas batallas, pero nunca la guerra. Tal vez podré capturar esa pieza o bloquear la estrategia del contrario por unos instantes, pero no evitar que me venza. Quién sabe si incluso desbarato definitivamente los objetivos del contrario, pero no importa. Con eso no me conformo. Yo quiero ganar mi propia partida, la única que tengo por resolver desde que nací. Esa tiene sus propios objetivos, con la gracia añadida de que, encima, los he elegido yo.

Para la tranquilidad del lector, cabe destacar que la pérdida de la paciencia es algo que les ha sucedido a los mejores del mundo. Parece ser que incluso al gran Garry Kasparov le pasó una vez. Todos tenemos derecho a un momento de descontrol. Pero una vez superado, yo apostaría por la paciencia. Y si por el camino logramos hacérsela perder a alguien más, mala suerte. Llamémoslo “daño colateral”.