Archivos Mensuales: abril 2012

El que recurre a la estafa

                           

Estos días he estado desempolvando una vieja baraja de Magic The Gathering, que había quedado abandonada en un cajón desde hace 16 años. Empleando el hallazgo como excusa, me escapé hacia la tienda más próxima para agenciarme alguna ampliación y darle algo de jugabilidad al mazo, sin otra intención que menear un poco las cartas por pura nostalgia. No me apuntaré a torneos, ni iré al Mercat de Sant Antoni a cambiar cartas, ni haré nada de lo que hacen esos señores tan raros.

Magic The Gathering es un juego que me trae recuerdos muy ingratos. Pero eso sí, aprendí mucho de él. Cuando Magic se puso de moda en el cole corría el año 1995, y un servidor contaba con la modesta edad de 12 añitos, los suficientes como para empezar a frikear un poquito. Yo había tenido ya mis flirteos con juegos de rol y otras rarezas de esa misma rama, con lo cual esas extrañas cartas me llamaban mucho la atención.

Durante más de medio curso estuve persiguiendo a mi pobre madre para que me comprara una baraja de la entonces flamante tercera edición, que valía nada menos que 1.500 pesetas de la época. A mi madre, que siempre ha sido una persona muy razonable, le costaba acceder a tal petición. ¿Cómo podía ser que un mazo de sesenta cartitas costara aquel dineral? Después de estar día y noche convenciéndola de que aquellas no eran unas cartas cualesquiera, sino unas supermegaguays ideales de la muerte que si te descuidabas te hacían la cena ellas solas, me hice con mi primer mazo, tras una trabajada dosis de buenas notas.

Tengo pruebas irrefutables de que aquellas cartas estaban malditas. Desde el mismísimo momento en que las abrí, empezaron a suceder cosas extrañas. De entrada, en el instante siguiente a abrirlas se fueron todas al suelo, y algún animal que pasaba por la calle corriendo (con las suelas sucias de narices) pisoteó algunas de ellas. Pero la cura de humildad más grande aún estaba por llegar.

Inmediatamente, algunos compañeros de clase empezaron a estar sospechosamente interesados por mis cartas, e incluso hablaban entre ellos de mi mazo. Por si esto fuera poco, los mayores del cole, esos que iban a cursos más difíciles que el nuestro, también hablaban de mi baraja, que estaba llena de tierras dobles y cartas raras como Nightmare y alguna otra que haría que cualquier magiquero se llevara las manos a la cabeza. Para los no iniciados: sólo un par de esas cartas ya valían más de lo que mi madre había pagado por todo el mazo.

Podría decirse que la inexperiencia me pilló desprevenido. Sin saber nada aún del valor de ciertas cartas de ese juego, me empecé a dejar seducir por la inocencia propia de un niño que apenas empieza a salir de la cáscara, y sucumbí a los aparentemente golosos cambios que me ofrecían mis compañeros (que si te doy cuatro cartas por esta, que si te doy cinco por esta otra,…). Yo creyéndome que me estaba  construyendo el mazo de mi vida, cuando en realidad lo que estaba haciendo era el primo. Sólo cuando cayó en mis manos una lista oficial de precios (codiciadísima fotocopia que hoy cualquier mocoso se bajaría en cinco minutos) comprendí que había sido víctima de un timo de traca y pañuelo. Varias veces, de hecho.

En aquella época, en el cole, había dos modas principales: jugar a Magic deliberadamente mal, maltratando el reglamento, y robar las cartas de los demás (¡las caras!). A sabiendas de eso, yo siempre vigilaba mucho… Hasta que un día, sin querer, lo olvidé en la clase a la hora del patio. Cuando volví, obviamente algún indeseable ya me había “limpiado” convenientemente la baraja, llevándose las pocas buenas cartas que aún nadie me había estafado. Eso sí, había tenido el detalle de dejarme toda la morralla.

A pesar de las maldades, Magic The Gathering me enseñó varias cosas que nunca en mi vida he vuelto a olvidar. Se puede decir que mi adolescencia empezó realmente con Magic, ya que no puedo imaginar una pérdida de la inocencia más brusca. Supongo que ahora el lector entenderá porqué esa baraja se ha quedado tanto tiempo enterrada.

Así que, como en esta vida abundan los listos y los vivos, mejor me guardo mi barajita para jugar en los ratos libres con algún amigo, y el resto del mundo Magic ya se puede ir a tomar el aire fresco un rato largo. Y que sea lo que Planeswalker quiera.

El que siempre agrede

Dispara primero, pregunta después. Se da la circunstancia de que el 90% de los juegos de este mundo permiten, casi siempre, dos opciones estratégicas más o menos bien definidas: atacar o defender. Hacer tu juego o destrozar el del de en frente. Ambas muy lícitas. Un correcto balance entre ambas suele ser la clave de la victoria, amén de la correspondiente interacción con el resto de jugadores. Es aquí donde nos encontramos con toda una raza de individuos que, sea cual sea el objetivo de la partida, agredirán a los demás tan pronto como puedan, y de la forma más perjudicial posible. Les importará muy poco que eso no les conduzca a la victoria: por lo menos habrán fastidiado a alguien.

Antes de continuar, creo necesario matizar qué entiendo por conducta agresiva, ya que ni mucho menos me refiero sólo a estar dispuesto a darse de leñazos con la concurrencia (si acaso eso sería conducta violenta). Me refiero más bien a una actitud de amenaza permanente. Al aquí estoy yo y pórtate bien. La agresividad puede ser física, verbal, gestual y psicológica, esta última realmente sutil y dañina.

Todos nos hemos topado alguna vez con la agresividad psicológica. En una conversación, por ejemplo, aparentemente normal, hablando con otras personas de cualquier tema… De repente uno de los interlocutores se siente herido (por el motivo que sea), y pasa el resto del encuentro tratando de descalificar al supuesto ofensor. Y da igual que lo haga con educación: agrede, al fin y al cabo. “Estar a la defensiva”, lo llaman, aunque es una expresión muy desacertada, en todo caso supongo que se quiere decir “estar a la ofensiva”.

Y ¿por qué motivo una persona siente que debe comportarse de forma agresiva? Pues puede haber muchas razones. De hecho, puede ser por casi cualquier cosa. Un miedo, una frustración, un afán de protagonismo, que el agresor se sienta solo, amenazado, indefenso,… Incluso puede que tenga la sensación de que él ha sido el agredido en primer lugar, y que sólo está pagando con la misma moneda. En el trasfondo, el sentimiento casi permanente de esa malsana inferioridad que sólo puede ser remediada cortando cabezas. Como ya se ha dado a entender, los verdaderos maestros de la agresión son los que actúan con una sutilidad psicológica tal, que de ser empleada para otros fines resultaría exquisita.

Afortunadamente, el reglamento suele poner las cosas en su sitio, y es raro que los agresores compulsivos acaben ganando algo. Como mucho conseguirán enzarzarse en una lucha falta de sentido con alguna víctima (¡asequible!) que pillen por el camino, mientras algún jugador inteligente aprovechará la situación para hacerse con la victoria. Pero al menos habrá conseguido que su víctima pierda.

El verdadero problema es que, a los agresivos, con eso les basta.

El que le echa la culpa al azar

“¡Qué mala suerte tengo!” Les suena esa frase, ¿verdad? Seguro que no es la primera vez que la oyen. La fragilidad, la impertinencia y la imprevisibilidad de ese misterioso ente llamado azar le convierten en el chivo expiatorio perfecto. Ante cualquier percance, siempre le tenemos ahí, a nuestro lado, para repartir la culpa, aunque sea solo un poquito.

El debate sobre si el azar influye o no en nuestra vida (y en qué medida) es tan viejo, que pretender sentenciar sobre él en 400 palabras sería una estupidez de un calibre importante. No obstante, hace poco descubrí una película que hace una reflexión sobre ese tema de una forma muy interesante, y me permito a los lectores recomendarla si les interesa este tema, porque estoy seguro de que no les defraudará. De las perlas injustamente olvidadas que ha dado el cine de animación, esta es una, y de las gordas. Además, es de producción íntegramente española. Y pagada con una cantidad considerable de dinero público, cabe añadir.

El filme del que hablo es Peraustrinia 2004 (1990). La historia imagina un mundo en el que los avances tecnológicos y científicos son tan perfectos que han conseguido acabar con el azar, de forma que todo es absolutamente previsible. La suerte se encarna en unos pequeños seres parecidos a duendes (los “azarosos”), que son esencialmente una banda de gamberros descerebrados, pero justo eso es lo que permite que el mundo se mantenga en equilibrio. La ciencia hace que se mueran de hambre y estén al borde de la extinción. Todo ello puede provocar una guerra de proporciones desconocidas. Como ven, el tema tiene miga.

Como contrapunto, si hacemos caso a todo lo que dijeron los grandes profetas de la mecánica cuántica (Dirac, Heisenberg y compañía) llegaremos fácilmente a la conclusión de que el 99,9% de los elementos que constituyen nuestra vida se escapan totalmente de nuestro control.

Entre la premisa de la película (“el azar hace que el mundo sea perfecto”) y la de la ciencia moderna (“el azar es caótico e impredecible”) hay un largo segmento, en el cual cada uno se coloca según sus creencias, sus experiencias, o casi siempre, sus conveniencias. Así, cuando acabamos un juego en el cual hemos derrotado con claridad a nuestro adversario, no es inusual que nos digan “he perdido por mala suerte”, o “me has ganado gracias a los dados”, o cualquier otra expresión equivalente. Tal vez tenga razón, pero lo que es seguro es que la frase resulta tremendamente cargante.

Pues en nuestro día a día sucede lo mismo. A lo mejor soy injusto, pero cada vez que alguien me dice que las cosas no le van bien en la vida porque ha tenido “mala suerte”, inconscientemente me viene a la cabeza esa imagen del mal perdedor. A la vista de estos hechos, lo único que sugiero es que espabilemos todos un poco.