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El que no admite su suerte

Terra Nova

Terra Nova, un juego que, supuestamente, prescinde completamente del azar.

«La suerte no existe, la suerte es del que la busca». De todos los tópicos repetidos como un mantra sin ningún fundamento y sin sentido que he escuchado en la vida, que son muchos, este es indudablemente el peor. Disculpas a los lectores que más de una vez lo habrán empleado, con la mejor de las intenciones indudablemente. Pero ellos mismos, si examinan la frase críticamente y con frialdad, en seguida percibirán su carga malintencionada de falsedad, de vanidad, de ingratitud, de manipulación de la realidad e incluso de crueldad.

A uno puede o no gustarle la existencia del azar. Puede decirse que, en un juego, influye más o influye menos. Pero lo que no puede hacerse de ninguna forma es negar su existencia, con el propósito de atribuirse un falso mérito. No en vano, la existencia misma de la vida (e incluso del Universo) podría deberse a una circunstancia azarosa, o al menos eso es lo que muchos defienden. Es una realidad que sólo escapa a quien no desea verla: la supuesta inexistencia de las coincidencias no se basa en nada y, hoy por hoy, es un autoengaño tan tóxico como cualquier otro.

El ser humano es una rata a la que han dejado suelta en medio de un laberinto de circunstancias (un «juego de situaciones») totalmente aleatorias, y ello implica necesariamente que algunas serán peores que otras. Algunas ratas serán más hábiles para sobrevivir y otras incluso serán capaces de gestionar las circunstancias más desfavorables a su favor. Pero aún así, nuevamente, nos encontramos ante la influencia de sus habilidades, determinadas por el azar de la genética. Así que otra vez nos topamos con la omnipresente suerte, nos guste o no. Por lo tanto, las ratas a quienes les han tocado las peores situaciones tienen derecho a cabrearse con las otras, cada vez que las hacen sentir culpables por estar en la parte mala del laberinto.

Decimos que la suerte no existe, simplemente, para crear para nosotros mismos una falsa sensación de control. En ocasiones lo hacemos para no tener que reconocer que hemos tenido eso que llaman «potra», ante la infalible oportunidad de colgarnos un mérito.

Si aún así el lector sigue opinando que el azar no existe y que todo es una cuestión de actitud (o de estrategias), le sugiero el siguiente experimento: láncese un dado (normal y corriente, vamos, el de toda la vida), concentrándose y poniendo todas sus «vibraciones» y su «actitud positiva» en que salga un seis. Independientemente del resultado, puede repetirse el experimento indefinidas veces, y es importante ir anotando todos los resultados en una hoja. Una vez satisfecho, pídase a otra persona que haga exactamente lo mismo, el mismo número de tiradas, y luego a otra, y luego a otra… y así hasta tener a unos diez sujetos. Compárense todos los resultados, y obsérvese si hay alguna diferencia significativa entre todos los sujetos.

Luego, que acudan a este blog y que vuelvan a decir que la suerte es de quien la busca.

El que desprecia el azar

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Los dados. Las cartas de evento. El orden de aparición de las fases. Esa loseta que falta y que nunca sale. Son elementos que, esencialmente y exceptuando la trampa, el ser humano no puede controlar. Del mismo modo que no pude controlar una fuerte tormenta, la órbita de un cometa, cuándo cambiará la dirección del viento o cuándo su salud dejará de responder.

Si bien un día ya se habló aquí de emplear el azar como excusa ante la derrota, la presente entrada se propone hablar del jugador que, directamente, huye de esos juegos que tienen eventos aleatorios, posiblemente por su fobia al caos y por su impotencia a la hora de sentir que hay cosas que escapan de su control. Un jugador que rechaza los dados con un punto de manía persecutoria. De corazón muy noble, todo hay que decirlo. Quiere que la victoria, la consiga quien la consiga, sea justa e inapelable, y que no pueda atribuirse a sucesos dependientes del azar o a circunstacias que, de no producirse, habrían desviado la victoria hacia otro lado.

Durante muchos años, este humilde bloguero ha sido detractor del azar. Los juegos deben ser un combate entre dos mentes, pensaba. No puede ser que una victoria o una derrota dependa de una tirada de dados. Pero posteriormente, en una reflexión un poco más fría y meditada, aparece una pregunta mucho más importante, más básica que cualquier consideración lúdica. ¿Qué nivel de azar existe en la vida?

Lo básico: al nacer, lanzamos un dado de 200 millones de caras, que determinará en qué lugar y en qué época (sí, eso también cuenta) vamos a nacer. Posteriormente, tomamos cartas de evento aleatorias de una baraja de cerca de 6.000 millones de naipes, que determinarán quiénes son nuestros progenitores, y con ello, qué hogar nos dará cobijo y en qué ambiente creceremos. Añadamos unas cuantas losetas de genética, que posiblemente condicionen nuestro carácter, nuestra salud y nuestras posibilidades. Ya hemos definido con esto millones de hechos circunstanciales totalmente aleatorios, y eso que aún no hemos siquiera nacido.

Entonces… ¿por qué minimizar el azar en los juegos? ¿Eso hará nuestra estrategia menos brillante? ¿No tendrá el mismo mérito, o incluso más, una victoria que nos haya obligado a adaptarnos a las circunstancias de cada momento? ¿No consiste la vida, precisamente, en demostrar un hábil manejo y una camaleónica adaptación ante situaciones azarosas?

Ignoro en qué grado influye la propia voluntad del individuo en este trocito del Universo llamado mundo. Podría llenar esta página con citas y citas de los más célebres pensadores y sus apreciaciones acerca del azar: desde los que niegan su existencia hasta los que lo elevan a la categoría de divinidad; y aún así sería imposible llegar a una evidente conclusión. El debate es probablemente infinito y no es pretensión del autor retomarlo ahora.

Sin embargo, creer que en nuestras vidas todo es controlable, pensar que «la suerte es de quien la busca» y postularse como amo y señor del propio destino vital es algo que sólo puede hacerse desde una gigantesca soberbia. O desde el más profundo desagradecimiento, que viene a ser peor.

El que le echa la culpa al azar

“¡Qué mala suerte tengo!” Les suena esa frase, ¿verdad? Seguro que no es la primera vez que la oyen. La fragilidad, la impertinencia y la imprevisibilidad de ese misterioso ente llamado azar le convierten en el chivo expiatorio perfecto. Ante cualquier percance, siempre le tenemos ahí, a nuestro lado, para repartir la culpa, aunque sea solo un poquito.

El debate sobre si el azar influye o no en nuestra vida (y en qué medida) es tan viejo, que pretender sentenciar sobre él en 400 palabras sería una estupidez de un calibre importante. No obstante, hace poco descubrí una película que hace una reflexión sobre ese tema de una forma muy interesante, y me permito a los lectores recomendarla si les interesa este tema, porque estoy seguro de que no les defraudará. De las perlas injustamente olvidadas que ha dado el cine de animación, esta es una, y de las gordas. Además, es de producción íntegramente española. Y pagada con una cantidad considerable de dinero público, cabe añadir.

El filme del que hablo es Peraustrinia 2004 (1990). La historia imagina un mundo en el que los avances tecnológicos y científicos son tan perfectos que han conseguido acabar con el azar, de forma que todo es absolutamente previsible. La suerte se encarna en unos pequeños seres parecidos a duendes (los “azarosos”), que son esencialmente una banda de gamberros descerebrados, pero justo eso es lo que permite que el mundo se mantenga en equilibrio. La ciencia hace que se mueran de hambre y estén al borde de la extinción. Todo ello puede provocar una guerra de proporciones desconocidas. Como ven, el tema tiene miga.

Como contrapunto, si hacemos caso a todo lo que dijeron los grandes profetas de la mecánica cuántica (Dirac, Heisenberg y compañía) llegaremos fácilmente a la conclusión de que el 99,9% de los elementos que constituyen nuestra vida se escapan totalmente de nuestro control.

Entre la premisa de la película (“el azar hace que el mundo sea perfecto”) y la de la ciencia moderna (“el azar es caótico e impredecible”) hay un largo segmento, en el cual cada uno se coloca según sus creencias, sus experiencias, o casi siempre, sus conveniencias. Así, cuando acabamos un juego en el cual hemos derrotado con claridad a nuestro adversario, no es inusual que nos digan “he perdido por mala suerte”, o “me has ganado gracias a los dados”, o cualquier otra expresión equivalente. Tal vez tenga razón, pero lo que es seguro es que la frase resulta tremendamente cargante.

Pues en nuestro día a día sucede lo mismo. A lo mejor soy injusto, pero cada vez que alguien me dice que las cosas no le van bien en la vida porque ha tenido “mala suerte”, inconscientemente me viene a la cabeza esa imagen del mal perdedor. A la vista de estos hechos, lo único que sugiero es que espabilemos todos un poco.