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El que no sabe perder

Como el lector asiduo habrá podido leer en alguna ocasión en la cabecera de este modesto blog, ganar nos gusta a todos. Pero hay una verdad aún más palmaria detrás de esta afirmación: todo el mundo odia perder.

Hace unos años, cuando un servidor rondaba la dura edad de 14 años, fui testigo de una historia que todos hemos presenciado en nuestra vida de una forma u otra: dos chicos que se peleaban por una chica. Ciertamente, tenían sus razones. Ella era guapa, divertida e inteligente (todo lo inteligente que se puede ser con 14 años).

Los dos contendientes competían fieramente por la victoria, cada uno con sus armas. Uno empleaba más bien la fuerza bruta: imponerse de forma activa y exhibiendo sus recursos (en forma de músculos). Su estrategia era agresiva y llevaba la iniciativa. Su rival, por contra, era sibilino, atacaba siempre por la retaguardia y su gran arma era una dialéctica barata pero efectiva. Es decir, dejaba la iniciativa a su oponente y reaccionaba (por cierto; por aquel entonces, el autor no se planteaba objetivos parecidos a éste, más que en tenebrosas ensoñaciones nocturnas muy ocasionales que siempre se quedaban en el plano de la fantasía épica).

Por supuesto, esta clase de partidas no son nunca uno contra uno. Aquí siempre hay una tercera parte que, por cierto, es quien más tiene qué ganar.

No voy a explicar el desenlace de la historia, por respeto a esas personas, no vaya a ser que dé la casualidad de que están leyendo y se sientan identificadas. Tan sólo diré que finalmente hubo tres perdedores, y que los tres tuvieron bastante mal perder. Lo cual me lleva a una nueva reflexión: ¿estamos realmente preparados para perder?

No conozco ninguna derrota que esté completamente exenta de consecuencias. Uno va a una entrevista de trabajo a conseguir trabajo. Por mucho que esté de moda la psicología barata y los principios básicos de la autoestima basada en la nada, tener que afrontar una derrota es una desgracia, y aceptar eso es el primer paso para digerir una. No admitir que odiamos perder es, por contra, el primer paso hacia el no saber hacerlo nunca más.

Después de ya algunos meses escribiendo en este blog, sí que aprecio una diferencia importante entre los juegos de mesa y la vida: en los juegos se gana de vez en cuando.

«Usted no puede ganar
Usted no puede empatar
Usted no puede abandonar la partida»

El que se siente superior

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Llega un momento en la vida de todo ser humano en que siente curiosidad por alguna de las centenares de miles de cosas que lo rodean. Los snobs lo llaman “hobby”. Las personas un poco más normales lo llaman “afición”.

Aficiones las hay muchas y de muy diversos tipos. Hay quien le da por cuidar peces de acuario. Hay quien diseña magníficas maquetas a partir de palillos. Hay quien transforma su casa en un gigantesco museo del ferrocarril en miniatura. Hay quien prefiere practicar un deporte. Y aún hay quien comienza a plantar flores en su terraza. Como podrá comprobarse, cada una exige unas cualidades, unos conocimientos y una dedicación diferentes, pero todas son, en principio, igual de loables.

No obstante, todas tienen, en general, una característica común. Y es un tanto molesta, por cierto. Quienes la practican piensan que la suya es la mejor.

Así, de entrada, no tendría por qué ser algo malo. Es como el que se casa pensando que su mujer es la más guapa, por ejemplo. El verdadero problema comienza cuando, alrededor de ese “hobby”, comienza a generarse un sentimiento de pertinencia al grupo, primitivo como él solo, que empieza a generar una barrera invisible entre los que están dentro y los que están fuera. Tampoco eso tendría por qué ser un problema si no fuera porque los que están dentro comienzan a crecerse, posiblemente porque acaso esa pertinencia sea lo único que les hace sentir superiores.

Es en ese punto cuando la prepotencia y la soberbia amenazan con asomarse a saludar. No siempre lo hacen, que quede bien claro, pero el peligro existe. Quien esto escribe ya ha recorrido el caminito de unas cuantas aficiones, e indudablemente pocas se escapan de ese lastre.

Los elementos contaminantes suelen responder al perfil de una persona hostil, siempre dispuesta a buscar el enfrentamiento. Verbal, la mayoría de la veces. Suelen mostrar su superioridad siempre que tienen la ocasión, mantienen la distancia, las apariencias y conocen su especialidad hasta la obsesión. Acaban convertidos en grandes gurús; y como tales se comportan: o les haces reverencias o eres su enemigo. Su desprecio es notable con los recién llegados a la afición, y aún mayor con los que manifiestan no sentir interés por ella.

Esa situación es peor cuando el hobby practicado, se supone, es marcadamente social. Pensado para practicarse con seres humanos y para relacionarse con ellos. Pensado para que más y más gente se sume a él. Es inevitable que algunos (aunque sean pocos) lo confundan con un concurso de tamaños cerebrales cuya competitividad les ayuda a suplir otras carencias. Es aquí cuando uno piensa, “a ver si esta afición resulta que es en realidad una mierda”.

No desesperemos. Démosle más oportunidades.

El que siempre agrede

Dispara primero, pregunta después. Se da la circunstancia de que el 90% de los juegos de este mundo permiten, casi siempre, dos opciones estratégicas más o menos bien definidas: atacar o defender. Hacer tu juego o destrozar el del de en frente. Ambas muy lícitas. Un correcto balance entre ambas suele ser la clave de la victoria, amén de la correspondiente interacción con el resto de jugadores. Es aquí donde nos encontramos con toda una raza de individuos que, sea cual sea el objetivo de la partida, agredirán a los demás tan pronto como puedan, y de la forma más perjudicial posible. Les importará muy poco que eso no les conduzca a la victoria: por lo menos habrán fastidiado a alguien.

Antes de continuar, creo necesario matizar qué entiendo por conducta agresiva, ya que ni mucho menos me refiero sólo a estar dispuesto a darse de leñazos con la concurrencia (si acaso eso sería conducta violenta). Me refiero más bien a una actitud de amenaza permanente. Al aquí estoy yo y pórtate bien. La agresividad puede ser física, verbal, gestual y psicológica, esta última realmente sutil y dañina.

Todos nos hemos topado alguna vez con la agresividad psicológica. En una conversación, por ejemplo, aparentemente normal, hablando con otras personas de cualquier tema… De repente uno de los interlocutores se siente herido (por el motivo que sea), y pasa el resto del encuentro tratando de descalificar al supuesto ofensor. Y da igual que lo haga con educación: agrede, al fin y al cabo. “Estar a la defensiva”, lo llaman, aunque es una expresión muy desacertada, en todo caso supongo que se quiere decir “estar a la ofensiva”.

Y ¿por qué motivo una persona siente que debe comportarse de forma agresiva? Pues puede haber muchas razones. De hecho, puede ser por casi cualquier cosa. Un miedo, una frustración, un afán de protagonismo, que el agresor se sienta solo, amenazado, indefenso,… Incluso puede que tenga la sensación de que él ha sido el agredido en primer lugar, y que sólo está pagando con la misma moneda. En el trasfondo, el sentimiento casi permanente de esa malsana inferioridad que sólo puede ser remediada cortando cabezas. Como ya se ha dado a entender, los verdaderos maestros de la agresión son los que actúan con una sutilidad psicológica tal, que de ser empleada para otros fines resultaría exquisita.

Afortunadamente, el reglamento suele poner las cosas en su sitio, y es raro que los agresores compulsivos acaben ganando algo. Como mucho conseguirán enzarzarse en una lucha falta de sentido con alguna víctima (¡asequible!) que pillen por el camino, mientras algún jugador inteligente aprovechará la situación para hacerse con la victoria. Pero al menos habrá conseguido que su víctima pierda.

El verdadero problema es que, a los agresivos, con eso les basta.